Autor: Luis Brenia
Año de publicación: 2018
Nº de páginas: 104
Luis Brenia (1963), es un escritor indie extremeño leído y reseñado por mí hace poco debido a su relato Verdadero cuento del pastorcillo mentiroso y el lobo (2017). Ahora vuelve a ocupar mi atención con un cuento de muy distinta temática, pero no menos interesante. Este escritor posee en su haber una obra literaria bastante abultada en cuanto a número de títulos, y, debido a su alto promedio de calidad literaria, no cabe duda de que aparecerá nuevamente entre mis reseñados en un futuro.
La itinerante mano del panadero es un cuento que funciona con algunas premisas de ficción que el lector debe aceptar de antemano.
Un Rey ha leído de un gran filósofo que quien sabe gestionar el obrador de una tahona y hacer buen pan está preparado para gobernar el mundo. Partiendo de este concepto sobre quien ha de ser un buen mandatario, dicho Rey hace llamar a uno de sus mejores maestros panaderos, Remigio Escotas Rivas, para que instruya al Principe en el arte de hacer pan. El panadero comenta al Rey que para que eso se pueda llevar a cabo, el Príncipe debe tener la mano derecha de tan excelso obrador del pan, o sea, él mismo. Luego queda referido que el panadero no hizo en serio el comentario, pero el Rey así se lo toma, y le da a aquél la opción de escoger una mano que no tiene por qué ser la del Príncipe. Por fin, toma la mano derecha de un gran escritor, Apolinar Llagaria Hernández. El caso es que el panadero tiene, una vez intercambiadas las manos derechas de los tres protagonistas del cuento, mediante esa mano, la capacidad narrativa del escritor; éste posee una mano principesca que le resultaría útil si se desenvolviese en ese mundo; y el Príncipe, con semejante mano, la del panadero, está preparado para conocer todos los secretos de amasar el pan para que quede perfecto, que a su vez le servirán para un mejor gobierno en su futuro reinado.
Del argumento, ya no explicaré más, pues con los datos vertidos en lo que va de reseña se puede advertir que estamos ante un cuento mágico, con reminiscencias orientales tipo Las mil y una noches. El principal escollo de estos relatos siempre es el de romper el factor de inverosimilitud, ya que es complicado, de buenas a primeras, que el lector considere que porque te trasplanten una mano de alguien que está especializado en alguna tarea en particular, ya se tiene la capacidad de llevar a cabo esa tarea igual que si se fuese el dueño original de dicha mano. Debo decir, en lo que a mí respecta, que, aunque ese factor en un principio me ha parecido renqueante, a medida que el relato avanzaba no he tenido problemas en creer que las cosas son tal y como las cuenta el narrador. En un momento determinado, al encontrarse el escritor, quien tiene problemas de rango mental debido a que no puede escribir como antes de que le usurparan su mano diestra, y el panadero, ahora muy talentoso escribiendo ya que es poseedor de la mano del escritor, le dice éste al escritor: […] y los cuentos siempre han de tener como componente lo extraordinario […]. El panadero, que en ese momento es un gran escritor, hace hincapié en que en el cuento lo imposible puede ser posible, con lo cual el relato se justifica a sí mismo y se inviste de mayor credibilidad ante el lector.
Es un cuento amable, simpático, que acaba como tiene que acabar; muy bien escrito y que por momentos hará las delicias del lector en facetas que son muy poco habituales en cuanto a la literatura se refiere, como por ejemplo que se haga referencia a cómo se ha de hacer el buen pan. El relato, al ser tan breve, no hace hincapié en la psicología de los personajes, pero bien es cierto que los define con mucha claridad, e incluso diría que con desparpajo. Las oraciones largas que nos expone el autor demuestran que hay mucha habilidad y oficio en el arte de escribir, y en absoluto se pierde el lector cuando incursiona en ellas, ya que son claras y transparentes, sin alambicamientos innecesarios.
A cualquier persona que tenga poco tiempo para leer, pero sienta ganas de pasar un buen rato con ello, le va a servir este cuento, de modo inexcusable, para incursionar en el campo de la narrativa de ficción. Lo mejor de todo es que cualquiera que lo haga dará vuelta a la última página del libro con una sonrisa en su rostro. Creo que con esto está todo dicho.
Pedro Carbonell Castillero
23/09/2020
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LO QUE SOBRA
El polvo salta con el percutir de las bambas en el suelo. Las camisetas con manchas de sudor sobre todo en las axilas manifiestan el advenimiento del cansancio.
Los muchachos son tres; todos de doce años. Pertenecen a la misma clase, a la que hoy han faltado para adentrarse en el monte. Pronto el colegio expulsará a bocanadas a los chiquillos, cuando acaben la jornada.
La irresponsabilidad de hacer novillos no les hace mella en el ánimo, y ahora corretean felices.
Un campo de labranza en cuyo centro se yergue un cerezo; la visión de sus frutos despierta el apetito. No hay personas excepto ellos. De no se sabe dónde, pero siempre muy próximo y desde diversos puntos, gravita el chirriante y molesto sonido de las cigarras.
Tienen las mochilas a sus espaldas, con poco material, y no sienten el peso. Cogieron en casa bolsas de plástico. Se internan entre los petrificados surcos de labranza y comienzan a esquilmar el árbol cuando llegan a él.
Retornan festivos, lanzándose entre ellos, escupiéndolos, los huesos de las cerezas.
El camino es largo.
Falta poco para que dé comienzo el verano y no ha llovido en toda la primavera. Al fondo del paisaje, las montañas más altas del lugar inclinan sus lomos desgastados, aunque ahora son invisibles para los muchachos debido a una persistente y densa nube de contaminación que lleva meses estancada en toda esa zona.
Se detienen de golpe cuando les llega el sonido asmático, con toses, de un tractor. Piensan que puede ser guiado por el agricultor dueño del huerto donde han robado los frutos. Salen del camino y se introducen en la espesura; se esconden detrás de unos arbustos. En cuclillas y asomadas sus cabezas por encima de las ramas, observan pasar al tractor. Lo conduce una mujer joven, de unos treinta años, que a ellos les parece vieja; a su lado en el vehículo está sentada una niña que, como los chicos, va a entrar en la adolescencia. Son campesinas y visten como tales, con pañuelos en sus cabezas bajo la orlada tarde con momentáneo olor a gasoil. Desaparecen de su vista y entonces los muchachos vuelven al camino, el cual a bastante distancia de allí desembocará en la carretera que, siguiéndola, los llevará al pueblo.
Reservan cerezas para sus familiares.
Se separan nada más entrar en las primeras calles y se dirigen a sus respectivos hogares.
Juanito contempla la fachada del edificio de dos pisos. Aprieta un botón y, sin mediar palabra, surge un zumbido. Es la orden para empujar la puerta de abajo; así lo hace y se interna en el inmueble. Asciende escaleras sin sensación de culpa por haber hecho novillos, y robado las cerezas. En el salón están su padre y sus dos hermanas, más pequeñas que él, acaparando con negligencia y sueño el sofá. El televisor emite chasquidos que suenan como palabras.
La madre en ese momento sale de la cocina; se seca las manos con un trapo y le comenta con bondad algo que no escucha. Mientras tanto, Juanito ya ha descargado de su espalda la mochila y ha ido a ponerse el pijama sucio, con la intención de darse una ducha a no tardar. Regresa al salón portando consigo la bolsa que contiene cerezas. Todos comen de su obsequio, excepto él. Ha faltado a clase y no sabe si hay deberes; pero es consciente de que falta poco para que lleguen las evaluaciones finales. No es mal estudiante, pese a todo.
Juanito rememora cómo hace nada se separó de sus amigos. Hay en esas imágenes mentales la petrificación de un gesto concreto: el distanciarse de Raúl a su mirada.
Raúl dobla algunas esquinas. Va contento y camina ligero a pesar de que le duelen los pies. Empotra la visión en el edificio antiguo, en cuyos ventanales con arcos las golondrinas danzan pletóricas, celebrando el buen tiempo. Una sonrisa y sensación de bienestar. Atraviesa ese fragmento sutil y clava sus ojos en la fachada de su vivienda; en realidad ya ha llegado. Echa mano a la llave y entra en un tibio mundo de penumbras. En una claraboya, un rayo de sol, ya casi horizontal y atravesado por partículas de polvo que retozan ingrávidas y arbitrarias, se clava en una pared blanca.
Raúl sube un piso por las escaleras y abre otra puerta. No hay nadie en casa, sus padres aún están en el trabajo. El muchacho deposita la mochila y la bolsa con cerezas sobre la mesa del comedor. Entra en su cuarto y sin desvestirse se estira en la cama. Piensa en los acontecimientos del día, hasta que una nube, o una borrosidad, lo transporta a otras horas; a horas en las que suenan voces y el audio del televisor. Los acontecimientos se complementan y van todos a parar a la apertura de la puerta del dormitorio. Su madre le dice que está la cena puesta; lo mejor es que coma para que no se enfríe, pero después de eso debe darse un baño.
Un escueto beso de cariño a sus progenitores, sentarse a la mesa y un tintineo de la memoria.
Cuando Juanito se despidió de ellos, luego recorrieron metros sin él, y acto seguido Sergio se separó de Raúl.
Sergio siempre ha sido veloz. Traspone el umbral de su hogar y se dirige al despacho. Su padre está sentado en esa silla tan rara que, dice él, es ergonómica y le va bien para la espalda. El hombre teclea en una máquina que resulta imprecisa, vista desde la puerta; no oye sonido alguno y por lo tanto no se gira para ver quién ha entrado. Sigiloso, Sergio marcha a otra parte de la vivienda, sin interrumpirlo. Al poco tiempo, el padre deja de pulsar botones y se incorpora de la silla emitiendo un sordo gruñido de queja por el esfuerzo. Acude al salón y corre las cortinas; la luz declinante lo aturde por un momento al darle en los ojos. Aproxima la cabeza al cristal de la ventana y mira a la calle. Los vehículos, las personas, la lejana atonía del sonido externo que penetra en la vivienda le hacen sospechar que se ha equivocado. Y evoca la ley de lo innecesario en el relato, la ley que afirma que todo lo que se incorpore a él debe cumplir una función. Entonces piensa en su hijo Sergio y sus dos amigos; y considera que quizás no tenían que haber ido a recoger cerezas y además haciendo novillos; piensa también que era innecesario el tractor con la mujer y la niña. A partir de aquí, sus pensamientos siguen un hilo conductor y le viene a la mente la idea de que fue un error hacerles el seguimiento a los chiquillos, que todo tenía que haber sido más breve y conciso.
El padre de Sergio deja de mirar por la ventana y en ese momento entra su hijo que lo saluda. Él le corresponde, y lo contempla ir al baño con el hato de ropa limpia en la mano.
El hombre vuelve a su cuarto y comienza a teclear. Imagina de nuevo la claraboya atravesada por un rayo de sol, y se da cuenta de que todo eso sobraba. Se detiene y suspira hondo. No sabe qué hacer.
Acogido en el hastío, lo deja.
Y todo queda como estaba.
Pedro Carbonell Castillero
Autor: Víctor Amela
Ed. Plaza y Janes.
Año de publicación: 2020
Nº de páginas: 464
Víctor-Manuel Amela Bonilla (1960) es un periodista y escritor barcelonés. Desde hace muchos años publica entrevistas, junto a dos compañeros, en La Contra del diario La Vanguardia. También aparece con regularidad en radios y televisiones de alcance nacional. Como escritor, se interna siempre en la novela histórica. De él he leído La hija del capitán Groc (2016), Yo pude salvar a Lorca (2018) y el libro que ahora me ocupa.
Nos robaron la juventud, memoria viva de la quinta del biberón es un tratado histórico-periodístico, no una novela. Como indica el subtítulo, se habla sobre todo de la llamada Quinta del Biberón: muchachos de 17 y 18 años que, durante la Guerra Civil, fueron llamados a filas por las autoridades de la República, para combatir contra el bando rebelde en el frente del Segre y en la batalla del Ebro. Al construir esta obra, Amela aprovecha una serie de entrevistas que realizó a lo largo del tiempo a algunos supervivientes de dicha quinta. Se fueron publicando en La Contra de La Vanguardia cada 25 julio del año de la entrevista realizada en ese momento.
El libro consta de un prólogo, siete apartados que el autor clasifica según la afinidad de los materiales recopilados, y tres epílogos.
El prólogo es muy breve. Nos habla con connotaciones poéticas sobre detalles que previamente han contado los protagonistas de la Quinta y del libro.
En el primer apartado, que se titula Soldados sin querer, hay 18 entrevistas a distintos integrantes de la Quinta del Biberón. Como indica el título del apartado, estas personas fueron reclutadas para hacer la guerra sin contar con su consentimiento, a la fuerza. Esto llevó a que la mayoría de ellos tratasen de salvarse de la carnicería a la que habían sido expuestos. Al final de cada entrevista, Amela, de manera epistolar y con narración, entre preguntas, en segunda persona, va reconstruyendo el itinerario vital seguido por su tío, José Amela (recluta también de esa quinta, y forzado a ir al frente, como las personas entrevistadas. Este tío suyo es también coprotagonista, junto al abuelo materno del autor, Manuel Bonilla, de la novela Yo pude salvar a Lorca), durante esos días de los que tan poco se sabe, si se exceptúan estos propios testimonios y algunas cartas y documentos conservados de aquella época en aquel lugar.
Los testimonios son siempre desgarradores, la crueldad de la guerra, a la que la vida y la muerte le son indiferentes, se manifiesta a través de unas voces que la vivieron en primera persona: Salvé la piel, sí. Eso queríamos todos. Combatíamos forzados, no por convicción. Y qué triste, la retirada: vi tantas viejas y niños por los caminos, huyendo... (Simó Gallart). Luego, a otro “biberón” (Andreu Canet), le pregunta Amela: ¿Qué enseñanza extrajo de su guerra?, y le responde: Que el mundo está lleno de vividores: yo luchaba... y mis gobernantes me obligaban a pagar los sellos de las cartas que le enviaba a mi madre.
El segundo apartado se titula Cinco “biberones” de armas tomar, y está dedicado a supervivientes de esa quinta que fueron al frente voluntariamente. Son cinco entrevistas que aportan otro punto de vista hacia los mismos hechos.
El tercer apartado se titula ¿Hubo “biberones” con Franco? Aquí Amela nos habla de los “pelargones” (quintos también adolescentes que fueron reclutados por las tropas franquistas) y del requeté catalán, formado por jóvenes nacidos en Cataluña, pero que lucharon a favor de los nacionales debido a su raigambre católica y carlista.